"... lanzo las cuerdas al fondo de la grieta, con un gesto de perezosa dulzura... suplicando, en silencio, que todo salga bien.
Me recibe el frío aliento de la negrura; pocos metros más abajo ya se pierde el nylon y penetraré en un reino que no logro ver.
Me coloco en el borde, como un reo pisaría la trampilla que cederá, y -al mismo ritmo que la fiebre me obliga a un lento parpadeo- cruzo la última mirada con Javier que, sentado en la nieve, afianza con su peso la única estaca de aluminio de la que colgaremos; no sé... veo cansancio en sus ojos y -si pudiera verme- miedo en los míos.
Solo unos pocos metros y ya estoy helado... solo unos segundos son suficientes para robarme el calor; oscuridad rota por los rayos de sol que luchan por entrar; arriba... cada metro más lejano... un agujero de esperanza que se hace más y más pequeño, mientras desciendo hacia un espacio desconocido.
Caen cristales de nieve cuando las cuerdas cortan el borde, como el acero caliente la mantequilla; me gusta y alzo la cara para recibir aquello que cae de la luz.
La tarea será encontrar una posibilidad para alcanzar la otra orilla de esta grieta -en un glaciar colgado, cercano a los 6.000m., del Pucaranra- y habrá que bajar para volver a subir. No vemos alternativa distinta.
Va para tres días por aquí.
Tengo más miedo que vergüenza... y esto tampoco será suficiente; estoy en las tripas del glaciar, un lugar que no me pertenece.
La luz de la linterna frontal pierde fuerza, apenas ilumina mis botas que se recortan contra un pozo sin fondo.
Como si me hallara en una burbuja -de luz tenue- las cuerdas se pierden, arriba y abajo, en la oscuridad.
Solo unos segundos antes de perder contacto con la pared, un estratificado horizontal que sobresale del muro helado -hielos prensados que indican milenios, sucios y repletos de aire apresado en burbujas-, roza con el descensor en "ocho" y se forma el temido nudo de alondra. Empiezo a girar como peonza y la mochila me vence la espalda.
Se pierde el final de la cuerda con un "alegre" balanceo que indica cabo libre y cercano; la grieta se traga sonidos ajenos, los míos suenan secos y huecos... como si fuesen de otro.
Todo se pierde -todo- contra un abismo negro que parece respirar.
No sé como será el infierno pero, en este al que desciendo, no me abrasarán otras llamas que no sean las que me encienden las sienes..."
(Cordillera Blanca, vertiente Oeste del Pucaranra, julio 1980)
La quebrada Cojup se estrella -nace, según se mire- en un circo glaciar, flanqueado por montañas blancas que alimentan lagunas; láminas de aguas frías que se empeñan en desbordarse periódicamente.
Una tarea de la naturaleza que se afana en mover tierras y rocas, unas veces de forma violenta... otras lentamente, sin prisa, con el único fin de llevar todo el material arrancado en la cabecera, desgastando un suelo algo pobre, hasta encontrar la siguiente horizontal.
Luego ya se verá si hay más transporte a realizar.
Un circo glaciar amurallado por los nevados Ranrapalca, Palcaraju y Pucaranra... un trío de "seismiles", como tres torres, que vigilan la quebrada.
En 1941, un desprendimiento de seracs (grandes bloques de hielo procedentes de glaciares suspendidos) sobre la laguna Palcacocha, originó una ola que abrió una brecha en la morrena frontal de la laguna.
Toda esa masa aumentó su potencia cuando se llevó por delante otra laguna más pequeña -conocida como Jircacocha- situada más abajo y hoy desaparecida.
Huaraz, la ciudad que por aquel entonces contaba con algo más de 15.000 habitantes y situada al final de la quebrada, recibió... a pesar de la distancia (algo más de 15 km.), un aluvión de agua, barro y todo lo que la potencia desatada se llevó por delante.
En poco más de quince minutos... entre cinco y siete mil personas quedaron sepultadas.
Hemos abandonado Huaraz en una "Datsun pick up" -un vehículo legendario que parece dominar carreteras, pistas y caminos inexistentes-. Parece mentira lo que puede transportar.
Pasado el mediodía, el conductor nos descarga frente a un muro de piedra con cancela de hierro ¡una puerta en el campo!.
Ahora buscaremos algún muchacho que disponga de caballerías -también aceptaremos caballería "menor", a veces más válida según el terreno a cubrir-.
Nos espera un mes de julio caluroso y algo inestable, pero no importa, lo que hemos llamado "Operación Andes 80" está en marcha.
Recorreremos los Andes de la Cordillera Blanca, buscando lugares imposibles. También ciudades abandonadas. Y nos recibirá la selva peruana que linda con Brasil, ya os adelanté algo en un artículo anterior... todo llegará.
Serán tres meses que se llevarán algunos kilos del cuerpo y dejarán en el cerebro recuerdos de vida plena.
Pero, de momento, nuestro principal objetivo es el Pucaranra... la montaña roja de la Cordillera Blanca.
Contratamos los servicios de Agripino Alvarado, un huaracino que será nuestro guardián y vigilante, cocinero y pinche, arriero y porteador, consejero y amigo... buen amigo.
Nos acompañará durante los casi dos meses de "cordillear" -un palabro que nos inventamos y define grandes recorridos por la cordillera-, siempre pendiente para echar una mano donde sea necesario... también nos contará una parte de su vida, ayudando a la familia cuando apenas levantaba un metro del suelo, y "encuentros" con seres que habitan las quebradas lejanas.
Agripino tendrá tiempo de relatarnos -a la mágica luz de las hogueras que encendimos, más allá de los 5.000 metros- cuando acompañó a René Desmaison en algunas de sus expediciones en los Andes, entre los años 76/79... años en los que el alpinista francés realizó magníficas campañas, inaugurando una ruta en la cara Sur del Huandoy.
De momento, recorremos el margen derecho -según ascenso- de la quebrada, y se hace necesario abandonar el trazado en algunos tramos más allá del itinerario original del camino, todo para evitar terreno de escombrera ocasionado por los derrumbes que aún persisten en las zonas más estrechas de la quebrada.
Nos asombra la fuerza que tuvo que desplegarse por aquí, cuando el desborde de la laguna Palcacocha; hay sectores que fueron curvas en la garganta y ahora parecen enderezados por un buldócer gigantesco.
Laderas cortadas, inestables y repletas de bolos incrustados, a punto de caer.
Nosotros, acompañados por los potentes burros de carga que hemos conseguido, continuamos ascendiendo hasta que por fin avistamos, por un hueco que se abre en la quebrada, nuestro Pucaranra.
Y luego, llegamos al solitario pedregal que se nos presenta a la vista.
Me recibe el frío aliento de la negrura; pocos metros más abajo ya se pierde el nylon y penetraré en un reino que no logro ver.
Me coloco en el borde, como un reo pisaría la trampilla que cederá, y -al mismo ritmo que la fiebre me obliga a un lento parpadeo- cruzo la última mirada con Javier que, sentado en la nieve, afianza con su peso la única estaca de aluminio de la que colgaremos; no sé... veo cansancio en sus ojos y -si pudiera verme- miedo en los míos.
Solo unos pocos metros y ya estoy helado... solo unos segundos son suficientes para robarme el calor; oscuridad rota por los rayos de sol que luchan por entrar; arriba... cada metro más lejano... un agujero de esperanza que se hace más y más pequeño, mientras desciendo hacia un espacio desconocido.
Caen cristales de nieve cuando las cuerdas cortan el borde, como el acero caliente la mantequilla; me gusta y alzo la cara para recibir aquello que cae de la luz.
La tarea será encontrar una posibilidad para alcanzar la otra orilla de esta grieta -en un glaciar colgado, cercano a los 6.000m., del Pucaranra- y habrá que bajar para volver a subir. No vemos alternativa distinta.
Va para tres días por aquí.
Tengo más miedo que vergüenza... y esto tampoco será suficiente; estoy en las tripas del glaciar, un lugar que no me pertenece.
La luz de la linterna frontal pierde fuerza, apenas ilumina mis botas que se recortan contra un pozo sin fondo.
Como si me hallara en una burbuja -de luz tenue- las cuerdas se pierden, arriba y abajo, en la oscuridad.
Solo unos segundos antes de perder contacto con la pared, un estratificado horizontal que sobresale del muro helado -hielos prensados que indican milenios, sucios y repletos de aire apresado en burbujas-, roza con el descensor en "ocho" y se forma el temido nudo de alondra. Empiezo a girar como peonza y la mochila me vence la espalda.
Se pierde el final de la cuerda con un "alegre" balanceo que indica cabo libre y cercano; la grieta se traga sonidos ajenos, los míos suenan secos y huecos... como si fuesen de otro.
Todo se pierde -todo- contra un abismo negro que parece respirar.
No sé como será el infierno pero, en este al que desciendo, no me abrasarán otras llamas que no sean las que me encienden las sienes..."
(Cordillera Blanca, vertiente Oeste del Pucaranra, julio 1980)
... vertiente Oeste del Pucaranra (izquierda imagen)... |
La quebrada Cojup se estrella -nace, según se mire- en un circo glaciar, flanqueado por montañas blancas que alimentan lagunas; láminas de aguas frías que se empeñan en desbordarse periódicamente.
Una tarea de la naturaleza que se afana en mover tierras y rocas, unas veces de forma violenta... otras lentamente, sin prisa, con el único fin de llevar todo el material arrancado en la cabecera, desgastando un suelo algo pobre, hasta encontrar la siguiente horizontal.
Luego ya se verá si hay más transporte a realizar.
Un circo glaciar amurallado por los nevados Ranrapalca, Palcaraju y Pucaranra... un trío de "seismiles", como tres torres, que vigilan la quebrada.
En 1941, un desprendimiento de seracs (grandes bloques de hielo procedentes de glaciares suspendidos) sobre la laguna Palcacocha, originó una ola que abrió una brecha en la morrena frontal de la laguna.
Toda esa masa aumentó su potencia cuando se llevó por delante otra laguna más pequeña -conocida como Jircacocha- situada más abajo y hoy desaparecida.
Huaraz, la ciudad que por aquel entonces contaba con algo más de 15.000 habitantes y situada al final de la quebrada, recibió... a pesar de la distancia (algo más de 15 km.), un aluvión de agua, barro y todo lo que la potencia desatada se llevó por delante.
En poco más de quince minutos... entre cinco y siete mil personas quedaron sepultadas.
Hemos abandonado Huaraz en una "Datsun pick up" -un vehículo legendario que parece dominar carreteras, pistas y caminos inexistentes-. Parece mentira lo que puede transportar.
Pasado el mediodía, el conductor nos descarga frente a un muro de piedra con cancela de hierro ¡una puerta en el campo!.
Nos espera un mes de julio caluroso y algo inestable, pero no importa, lo que hemos llamado "Operación Andes 80" está en marcha.
Recorreremos los Andes de la Cordillera Blanca, buscando lugares imposibles. También ciudades abandonadas. Y nos recibirá la selva peruana que linda con Brasil, ya os adelanté algo en un artículo anterior... todo llegará.
Serán tres meses que se llevarán algunos kilos del cuerpo y dejarán en el cerebro recuerdos de vida plena.
Pero, de momento, nuestro principal objetivo es el Pucaranra... la montaña roja de la Cordillera Blanca.
Contratamos los servicios de Agripino Alvarado, un huaracino que será nuestro guardián y vigilante, cocinero y pinche, arriero y porteador, consejero y amigo... buen amigo.
Nos acompañará durante los casi dos meses de "cordillear" -un palabro que nos inventamos y define grandes recorridos por la cordillera-, siempre pendiente para echar una mano donde sea necesario... también nos contará una parte de su vida, ayudando a la familia cuando apenas levantaba un metro del suelo, y "encuentros" con seres que habitan las quebradas lejanas.
Agripino tendrá tiempo de relatarnos -a la mágica luz de las hogueras que encendimos, más allá de los 5.000 metros- cuando acompañó a René Desmaison en algunas de sus expediciones en los Andes, entre los años 76/79... años en los que el alpinista francés realizó magníficas campañas, inaugurando una ruta en la cara Sur del Huandoy.
De momento, recorremos el margen derecho -según ascenso- de la quebrada, y se hace necesario abandonar el trazado en algunos tramos más allá del itinerario original del camino, todo para evitar terreno de escombrera ocasionado por los derrumbes que aún persisten en las zonas más estrechas de la quebrada.
Nos asombra la fuerza que tuvo que desplegarse por aquí, cuando el desborde de la laguna Palcacocha; hay sectores que fueron curvas en la garganta y ahora parecen enderezados por un buldócer gigantesco.
Laderas cortadas, inestables y repletas de bolos incrustados, a punto de caer.
Nosotros, acompañados por los potentes burros de carga que hemos conseguido, continuamos ascendiendo hasta que por fin avistamos, por un hueco que se abre en la quebrada, nuestro Pucaranra.
Estamos contemplando el mayor tajo que jamás vimos en una morrena frontal... y allí... allí levantaremos un par de tiendas desechadas por viejas, mientras tratamos de adivinar qué pasaría si la Tierra decide que sobramos...
Os lo contaré tan pronto pueda pensar con más claridad de la que me permiten los calores de la dehesa castellana.
De momento vamos a descargar...
Menuda intro....
ResponderEliminarEse gran tajo recuerda al que hay en la quebrada Ishinca, justo bajo el Tocllaraju.
Seguiremos atentos a la 2ª parte...
Saludos cordiales!
Gracias, Circo Marco... parece mentira la potencia desatada que puede mover montañas.
EliminarA ver si pasa el calor y sigo dando la vara con la historia esta.
Saludos cordiales.
Ya nos has dejado con ganas de saber qué pasó con la grieta... viejo zorro... Para cuando un libro de relatos? Un abrazo
ResponderEliminar¿Un libro? Palabras mayores.
EliminarEstas cosas solo interesan a los románticos de la montaña, como tú y otros que por aquí me animan.
¡Ah! de editores ¡ni hablamos! jejejeje.
Un abrazo.
Carlos me sumo a los demás: a la espera de la siguiente entrada, con ganas de seguir compartiendo tus aventuras
ResponderEliminarUn saludo
Gracias, Diego... da gusto tener incondicionales.
EliminarVamos a ver si pasan los calores y se me refresca la mente jejejeje.
Saludos.